CRÓNICAS INDÍGENAS
La Roma del 'susanato'
CARLOS MÁRMOL
3 FEB. 2018
LA
HISTORIA es la mejor maestra que existe. En la vida y en la política. Se
atribuye a Edward Gibbon,
el primer historiador moderno, la enseñanza de que las
virtudes de la fortuna no perdonan a nada ni a nadie. Igual te sitúan en la
cúspide (aparente) que pueden hacerte caer a un pozo negro. Todo depende de cómo sople el viento. Si es que sopla. El escritor británico, autor de un
monumental relato en seis volúmenes sobre la decadencia y la caída del imperio
romano, fue un consumado maestro en el arte de los augurios. Su sabiduría
procedía de la observación y de la lectura atenta del pasado, que casi siempre
se hace presente por analogía.
Gibbon,
al que deberían leer nuestros próceres (si pueden), concibió su obra magna una
tarde de 1764, cumplidos los 51 años, al ver caer la noche sobre las ruinas del
Capitolio de Roma. Allí se hizo la pregunta: ¿Cómo es posible que todo esto se hundiera?
Tardó 24 años en encontrar las respuestas. Estaban enterradas en los libros de
los moralistas latinos, con los que construyó su
teoría decadentista: el desastre obedeció a una suma de factores
múltiples cuya causa común fue la pérdida de las virtudes de la vida pública, iniciada tras la estirpe de los Antoninos. La historia
parece escrita ayer. Es eterna porque se basa en universales. Los signos del desastre tienen
la maldita costumbre de repetirse, aunque sea a distinta escala.
La
división del imperio en dos mitades -autónomas- hizo aflorar el colapso
financiero del poder romano: creció el desempleo, subieron los impuestos y las
ventas comerciales se hundieron. Los
excesos de la élite política trabaron la macchina
romana, que hasta entonces se consideraba infalible. De repente no había dinero para nada. Ni siquiera para cuidar
la salud pública. La gente se moría por las
calles mientras los patricios se dedicaban a corruptelas y sinecuras.
La falta de decencia, sumada a la ausencia de libertad,
trajo consigo una corrupción horizontal y sistemática. El Senado estaba supeditado a los caprichos del César. La
guardia pretoriana exigía constantemente soldadas millonarias y condicionaba
todas las decisiones políticas. El único valor social cierto era el arribismo. El poder imperial prometía paliativos a un pueblo doliente
que sufría la ruina agraria y la pérdida de los tributos de África. El ejército era un nido de
pesebristas que parasitaba las instituciones.
Y el
cristianismo, la religión que terminaría suplantando al imperio, desmitificó la
divinidad de los emperadores, a los que empezaba a considerarse -a la manera de
Nietzsche- demasiado humanos. Las sectas católicas se aniquilaban entre sí con
una furia que la historia oficial se ha encargado de disimular elogiando el
victimismo de los mártires. El poder estaba en manos de los mercenarios. Cuando
los bárbaros llegaron, la Ciudad Eterna ya era un triste cascajo.
En la República Indígena esta semana la Reina de la Marisma le ha dicho a sus huestes que no habrá adelanto electoral. De momento. El SAS
anuncia que va a poner pulseras de colores a los pacientes de Urgencias para
que agonicen sin romper el protocolo.
El susanato reclama al Estado 4.000 millones de
euros para mantener la ficción de los servicios públicos basándose en nuestras
indudables desgracias: tenemos más pobres y parados que nadie. No parece que podamos dar lecciones. Pero Su Peronísima se ha dado otro paseo por Bruselas para rogar que no nos
quiten ni las ayudas agrarias ni los fondos de cohesión. Malas noticias: sí,
seguimos siendo pobres. «Como presidenta que soy
demando una mirada más sensible al Sur», dijo. Las
crónicas cuentan que criticó el populismo «que galopa sobre el sufrimiento de
los ciudadanos». El destino, escribió Borges, es ciego. Nuestra
fortuna, tuerta.
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