martes, 6 de febrero de 2018

CRÓNICAS INDÍGENAS. La Roma del 'susanato' por CARLOS MÁRMOL = La Reina de las Marismas ha dicho que no habrá adelanto electoral. ¡Pero sí pulseras!


CRÓNICAS INDÍGENAS

La Roma del 'susanato'


CARLOS MÁRMOL
3 FEB. 2018

LA HISTORIA es la mejor maestra que existe. En la vida y en la política. Se atribuye a Edward Gibbon, el primer historiador moderno, la enseñanza de que las virtudes de la fortuna no perdonan a nada ni a nadie. Igual te sitúan en la cúspide (aparente) que pueden hacerte caer a un pozo negro. Todo depende de cómo sople el viento. Si es que sopla. El escritor británico, autor de un monumental relato en seis volúmenes sobre la decadencia y la caída del imperio romano, fue un consumado maestro en el arte de los augurios. Su sabiduría procedía de la observación y de la lectura atenta del pasado, que casi siempre se hace presente por analogía.

Gibbon, al que deberían leer nuestros próceres (si pueden), concibió su obra magna una tarde de 1764, cumplidos los 51 años, al ver caer la noche sobre las ruinas del Capitolio de Roma. Allí se hizo la pregunta: ¿Cómo es posible que todo esto se hundiera? Tardó 24 años en encontrar las respuestas. Estaban enterradas en los libros de los moralistas latinos, con los que construyó su teoría decadentista: el desastre obedeció a una suma de factores múltiples cuya causa común fue la pérdida de las virtudes de la vida pública, iniciada tras la estirpe de los Antoninos. La historia parece escrita ayer. Es eterna porque se basa en universales. Los signos del desastre tienen la maldita costumbre de repetirse, aunque sea a distinta escala.

La división del imperio en dos mitades -autónomas- hizo aflorar el colapso financiero del poder romano: creció el desempleo, subieron los impuestos y las ventas comerciales se hundieron. Los excesos de la élite política trabaron la macchina romana, que hasta entonces se consideraba infalible. De repente no había dinero para nada. Ni siquiera para cuidar la salud pública. La gente se moría por las calles mientras los patricios se dedicaban a corruptelas y sinecuras.

La falta de decencia, sumada a la ausencia de libertad, trajo consigo una corrupción horizontal y sistemática. El Senado estaba supeditado a los caprichos del César. La guardia pretoriana exigía constantemente soldadas millonarias y condicionaba todas las decisiones políticas. El único valor social cierto era el arribismo. El poder imperial prometía paliativos a un pueblo doliente que sufría la ruina agraria y la pérdida de los tributos de África. El ejército era un nido de pesebristas que parasitaba las instituciones.

Y el cristianismo, la religión que terminaría suplantando al imperio, desmitificó la divinidad de los emperadores, a los que empezaba a considerarse -a la manera de Nietzsche- demasiado humanos. Las sectas católicas se aniquilaban entre sí con una furia que la historia oficial se ha encargado de disimular elogiando el victimismo de los mártires. El poder estaba en manos de los mercenarios. Cuando los bárbaros llegaron, la Ciudad Eterna ya era un triste cascajo.

En la República Indígena esta semana la Reina de la Marisma le ha dicho a sus huestes que no habrá adelanto electoral. De momento. El SAS anuncia que va a poner pulseras de colores a los pacientes de Urgencias para que agonicen sin romper el protocolo.

El susanato reclama al Estado 4.000 millones de euros para mantener la ficción de los servicios públicos basándose en nuestras indudables desgracias: tenemos más pobres y parados que nadie. No parece que podamos dar lecciones. Pero Su Peronísima se ha dado otro paseo por Bruselas para rogar que no nos quiten ni las ayudas agrarias ni los fondos de cohesión. Malas noticias: sí, seguimos siendo pobres. «Como presidenta que soy demando una mirada más sensible al Sur», dijo. Las crónicas cuentan que criticó el populismo «que galopa sobre el sufrimiento de los ciudadanos». El destino, escribió Borges, es ciego. Nuestra fortuna, tuerta.



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