jueves, 27 de abril de 2017

Articulos de opinión recomendados: ¿Sociedad corrupta o sociedad corrompida?, por Luis Marín Sicilia + 'Operación Lezo': el final de la escapada por Elisa de la Nuez abogada del Estado = Empresas públicas versus ¿Clientelismo y financiación irregular....? En Andalucía, tenemos hasta una Ley, para justificar lo inadmisible, la Ley de Reordenación del Sector Público andaluz, conocida como la “ley del enchufismo”, un texto elaborado mediante ingeniería jurídica ad hoc para ¿consolidar una Administración paralela y clientelar, brazo ejecutor del Régimen, y foco de la corrupción institucional juntera, que pagamos los ciudadanos con nuestros impuestos?¿Normas dictadas “ex profeso” para evitar los controles, la fiscalización previa y la gestión en las Consejerías de los funcionarios públicos?.¿Que me dicen del nuevo modelo de gestión pública juntera basado en sus famosas Agencias públicas empresariales; se protege a la clientela política y se atribuye a esta la gestión de los fondos públicos; así nuestros “gogernantes psociolistos”, siguen en el poder otros 38 años más.......?


¿Sociedad corrupta o sociedad corrompida?


 

  • Los continuos casos de corrupción vividos en España, de los cuales tenemos estos días otro episodio lamentable, serían de más difícil realización si el marco jurídico autonómico no se hubiera convertido en una proliferación de empresas públicas”
  • “El lamentable funcionamiento de la Administración de Justicia en España es otro elemento que no coadyuva en la lucha contra la corrupción”
  • “No hay pues una sociedad corrupta, sino hombres dispuestos a corromperse”

TRIBUNA

'Operación Lezo': el final de la escapada.




Suelen decir nuestros expertos que en España no puede hablarse de corrupción sistémica porque, básicamente, los funcionarios y altos cargos no perciben sobornos a cambio de la prestación de servicios públicos, como la educación, la sanidad o la seguridad, a diferencia de lo que ocurre en otros países donde entregar un sobre a un médico o un profesor -y no digamos ya a un policía- facilita bastante las cosas. Pero también admiten que la corrupción política está profundamente enraizada en nuestras Administraciones Públicas e instituciones en sus tres niveles: estatal, autonómico y local.

Es una corrupción conectada con la financiación irregular de los partidos y con el clientelismo que caracteriza nuestra vida política y en gran parte económica, de manera que el reparto caciquil de prebendas en forma de cargos públicos, contratos y subvenciones a favor de los próximos -a veces directamente de los familiares y amigos- se considera una forma aceptable de gobernar. Y lo que es peor, lo sigue siendo pese a todas las declaraciones formales de repulsa, a las modificaciones normativas para combatirla y a la indignación social generada por el descubrimiento de que esta manera de gestionar implica el despilfarrado sistemático del dinero público y favorece el enriquecimiento personal de una serie de políticos y empresarios muy relevantes en España. Personajes que, por lo que vamos viendo, hablan y actúan como una pandilla de gángsters.















¿En Andalucía, un secreto a voces....y no pasa "na de na"?







¿Sociedad corrupta o sociedad corrompida?


  • Los continuos casos de corrupción vividos en España, de los cuales tenemos estos días otro episodio lamentable, serían de más difícil realización si el marco jurídico autonómico no se hubiera convertido en una proliferación de empresas públicas”
  • “El lamentable funcionamiento de la Administración de Justicia en España es otro elemento que no coadyuva en la lucha contra la corrupción”
  • “No hay pues una sociedad corrupta, sino hombres dispuestos a corromperse”

  
Que el poder corrompe y que cuando es absoluto corrompe absolutamente, es algo tan cierto como la experiencia demuestra. No es casual que haya sido en las autonomías donde más tiempo ha gobernado un determinado partido (Madrid, Andalucía, Cataluña, Valencia...) donde la máxima del primer Barón de Acton se ha cumplido de forma más palmaria.

Cuando el poder se mantiene demasiado tiempo una sensación de impunidad embriaga a quienes lo ostentan, los cuales, en mayor o menor grado, son reacios a vencer la tentación de utilizar sus cargos públicos para el favor de los suyos o para su enriquecimiento a costa del interés público.

No cabe duda de que la corrupción tiene su raíz primaria en la propia condición humana y en la escala de valores que cada individuo ha asumido como norte de su existencia. Pero también hay que reconocer que el orden institucional, la estructura organizativa y los principios y valores con que una sociedad es educada, dificultarán o facilitarán -según sean sus parámetros éticos- la propagación de la corrupción en el entramado social.

Los continuos casos de corrupción vividos en España, de los cuales tenemos estos días otro episodio lamentable, serían de más difícil realización si el marco jurídico autonómico no se hubiera convertido en una proliferación de empresas públicas, a las que se les aleja del rigor del derecho administrativo, para convertirlas en chiringuitos gestionados alegremente por conmilitones que terminan cargando a los presupuestos públicos sus enormes y permanentes deudas, sin que nadie exija responsabilidades por su mala administración, incluso cuando solo se utilizan como tapadera de inversiones fraudulentas, cobro de comisiones y enriquecimiento personal.

Que la corrupción anida en el individuo dispuesto a prostituirse es tan cierto como que un Estado donde se dijo hace tiempo que la división de poderes no existía, porque habían enterrado a Montesquieu, se convierte en el primer y potencial cómplice del "choriceo" de los corruptos. Un Estado fuerte tiene contrapesos institucionales que hacen muy difícil la labor de quienes mercadean con los intereses generales. Un país sin auténtica división de poderes es una invitación al saqueo y la corrupción.

El lamentable funcionamiento de la Administración de Justicia en España es otro elemento que no coadyuva en la lucha contra la corrupción. Por principio, debido a la enorme lentitud de la misma, que hace cierto el aserto popular de que una justicia lenta no es justicia. Ello se agrava con un doble aspecto: de una parte, la falta de garantías en la instrucción de los sumarios, cuyo carácter "secreto" es una burla a la inteligencia. Y de otra, las dichosas puertas giratorias emprendidas por jueces y fiscales que han generalizado la sensación de que los encargados de impartir justicia forman parte también de la lucha partidaria, lo cual es el descrédito y la muerte de una Justicia objetiva.

Por último, unos medios de información alineados sin tapujos en distintos sectores políticos terminan dando la puntilla a la credibilidad de las instituciones, pues en connivencia o no con las oficinas judiciales y las fuentes policiales, hacen de la filtraciones sumariales y de los chivatazos de quienes tramitan o investigan los procesos una pelea de "holligans" forofos de una u otra fuerza política, que convierten la escena pública en un auténtico "patio de vecinos". No interesa la verdad, sino que "los de mi equipo" ganen el partido y destruyan al adversario, para lo cual el medio hace de portavoz.

No hay pues una sociedad corrupta, sino hombres dispuestos a corromperse. Y si el número de estos crece exponencialmente podremos hablar de una sociedad corrompida por mor de unas instituciones que no han cumplido con la función que les corresponde. Los escandalosos sucesos que protagonizan miembros de una clase política, incluso los que forman parte de una trama que denuncia públicamente a la otra trama, solo están contribuyendo a que la ciudadanía pierda la confianza en todos ellos, hasta el extremo de acudir a la próxima consulta electoral con la nariz tapada y buceando para escudriñar quien hará menos daño a la prosperidad del país.

Mientras tanto habrá que reclamar lo que en España lleva tiempo de haberse olvidado: el valor del esfuerzo, porque aquí, por desgracia, ni éste ni la responsabilidad gozan de buena salud. Con el timo de la igualación que propugnan "podemitas" y otros similares, típico de "pijo-progres" mal criados, se pretende que el Estado nos blinde de todos los beneficios, hayámonos esforzado o no. Incluso a quienes se apliquen y esfuercen reuniendo un cierto patrimonio se proponen brearlo a impuestos.

Así las cosas, sin estímulos de mejora basada en la preparación y el esfuerzo, ¿quién costeará el invento? Esa ha sido la filosofía bolivariana que ha arruinado a un país inmensamente rico como Venezuela, donde se encarcela a quienes no piensan como los gobernantes, mientras aquí son miembros del partido del Gobierno los que están sufriendo el rigor de la Justicia, a veces, como ocurre ahora, gracias a denuncias de instituciones regidas por los propios compañeros de partido. Al menos todavía nos queda un mínimo de confianza en el Estado de Derecho, porque sin él, como ocurre donde gobiernan los amigos de Iglesias y los suyos, la intolerancia dictatorial es el eje de la vida pública.

Para evitar que la mancha de la corrupción salpique al conjunto de la sociedad hay que exigir limpieza y respeto a todos los actores que gestionan el interés público. La regeneración no pasa por la protesta y la acusación gratuita, sino por la aplicación de medidas severas a quienes no merezcan el reconocimiento ciudadano, que casi siempre serán personas individuales. Y quizá nos hayamos equivocado en los sistemas de selección de nuestros dirigentes, dada la deficiente catadura de gran parte de los seleccionados. Como decía un viejo amigo, "España  no podía llegar a menos ni ellos a más". ¡Y sálvese quién pueda!


http://www.eldemocrataliberal.com/search/label/Luis%20Mar%C3%ADn%20Sicilia



TRIBUNA

'Operación Lezo': el final de la escapada


Suelen decir nuestros expertos que en España no puede hablarse de corrupción sistémica porque, básicamente, los funcionarios y altos cargos no perciben sobornos a cambio de la prestación de servicios públicos, como la educación, la sanidad o la seguridad, a diferencia de lo que ocurre en otros países donde entregar un sobre a un médico o un profesor -y no digamos ya a un policía- facilita bastante las cosas. Pero también admiten que la corrupción política está profundamente enraizada en nuestras Administraciones Públicas e instituciones en sus tres niveles: estatal, autonómico y local.

Es una corrupción conectada con la financiación irregular de los partidos y con el clientelismo que caracteriza nuestra vida política y en gran parte económica, de manera que el reparto caciquil de prebendas en forma de cargos públicos, contratos y subvenciones a favor de los próximos -a veces directamente de los familiares y amigos- se considera una forma aceptable de gobernar. Y lo que es peor, lo sigue siendo pese a todas las declaraciones formales de repulsa, a las modificaciones normativas para combatirla y a la indignación social generada por el descubrimiento de que esta manera de gestionar implica el despilfarrado sistemático del dinero público y favorece el enriquecimiento personal de una serie de políticos y empresarios muy relevantes en España. Personajes que, por lo que vamos viendo, hablan y actúan como una pandilla de gángsters.


La razón es sencilla: es muy difícil que personas que sólo saben gobernar de una manera entiendan que su tiempo político ya se ha acabado, por mucho que todavía consigan ganar elecciones y no se hayan enriquecido directamente con una corrupción que han tolerado o ignorado como un mal menor a cambio de conseguir (o comprar, porque la línea es bastante fina) apoyos, lealtades, votos y lo que hiciera falta para alcanzar y mantenerse en el poder. Esperanza Aguirre ha necesitado tener a su delfín encarcelado sin fianza para captar por fin el mensaje. Y es que, como decía Orwell, ver lo que está delante de nuestros ojos requiere un esfuerzo constante.


Porque seamos claros: las andanzas de Ignacio González, ex presidente de la Comunidad de Madrid por la gracia del dedo de la lideresa, eran perfectamente conocidas por una parte muy importante de la sociedad madrileña. Es más, incluso para los muy crédulos o los muy sectarios -que suelen ser los mismos- los indicios estaban ahí para cualquiera que quisiera verlos. Las sospechas nacían de un tren de vida personal y familiar difícilmente compatible con la percepción durante muchos años de un sueldo público, de la obsesión por la seguridad y el control, del mantenimiento de una corte de fieles incondicionales (colocados siempre estratégicamente en cargos institucionales, empresas públicas y en entidades supuestamente privadas como CEIM, pero capturadas a base de dinero público) de las relaciones con medios de comunicación poco escrupulosos y, por supuesto, de la necesidad de controlar a los jueces y fiscales que podían investigarle y encarcelarle.


En ese sentido, quizá el último favor que Ignacio González ha hecho a la democracia española, si podemos llamarlo así, ha sido poner de relieve la importancia de la independencia y la imparcialidad del fiscal anticorrupción y del fiscal general del Estado -cuya situación, por cierto, sería insostenible en un país serio-, así como la imposibilidad de encomendar en este momento la instrucción de los delitos a los fiscales por muchas razones técnicas que pueden invocarse sin acometer primero una reforma a fondo del Estatuto del Ministerio Fiscal que garantice que se investigan todos los delitos, incluidos los que puedan resultar incómodos para el Gobierno de turno.


Efectivamente, lo que nos demuestra insistentemente la realidad es que, en una democracia de baja calidad, los jueces (sobre todo los jueces de base) son los únicos que pueden acabar con una organización de tintes mafiosos tejida durante años y años al amparo del poder, en este caso el del PP de las mayorías absolutas en la Comunidad de Madrid. Algo similar ha sucedido con la antigua CDC en Cataluña y su famoso 3% o con el PSOE de los ERE en Andalucía. Afortunadamente los jueces han respondido a la necesidad de actuar como lo que son: la última trinchera del Estado de Derecho. Una trinchera en la que por fin se ha estrellado la impunidad de la que parecía disfrutar el ex presidente González, y de la que dan testimonio no sólo sus conversaciones privadas sino también lo burdo de algunas de las operaciones de saqueo que van siendo conocidas, al menos desde un punto de vista jurídico y económico. Porque, por lo que se sabe, podemos decir que no estamos ante métodos particularmente sofisticados para inflar contratos y cobrar comisiones.


Porque lo preocupante es que hablamos de empresas públicas con muchos empleados y que cuentan, al menos sobre el papel, con profesionales y asesores internos y externos para detectar operaciones internacionales rocambolescas y ruinosas como la compra en 2013 por parte del Canal de Isabel II (una empresa pública que se dedica, según su propia web, "a gestionar el ciclo del agua en la Comunidad de Madrid") del 75% de una sociedad brasileña, Emissao Engenharia e Construcoes SA Ltda, pagando una cantidad desmesurada a través de una firma instrumental y depositando parte del dinero en una cuenta en la sucursal suiza del Royal Bank of Canada. ¿Cómo es posible que se puedan realizar este tipo de operaciones tan alejadas, por lo demás, del objeto social de una empresa pública sin que salten todas las alarmas?


Pues, sencillamente, porque en la cúpula directiva de estas empresas falta capacidad profesional y criterio, y sobra politización y enchufismo. Pero también porque falla algo más importante dentro de estas entidades: la ética y la responsabilidad de quienes sí tienen esa capacidad profesional y ese criterio. Es relativamente fácil convencer a alguien sin experiencia previa, sin formación adecuada y sin criterio profesional alguno, de la bondad de prácticamente cualquier proyecto que tenga las bendiciones de los que mandan pero hace falta también -y esto es muy importante- que el proyecto, por absurdo que sea, aparezca adecuadamente presentado y que cuente con los debidos avales técnicos y jurídicos. Por eso todos los altos cargos investigados o acusados lo primero que alegan es que las operaciones sospechosas habían pasado todos los controles, lo que en muchos casos hasta puede ser cierto. Pero eso sólo quiere decir que los controles no eran los adecuados, no que las operaciones no sean disparatadas en el mejor de los casos y fraudulentas, en el peor. Y, sobre todo, el que finalmente se pueda eludir la responsabilidad penal no quiere decir que no haya que asumir ninguna responsabilidad por los daños ocasionados al erario público por una gestión negligente o incompetente. Hay que insistir en esta idea: necesitamos gestores responsables y para eso nada mejor que exigirles efectivamente la responsabilidad política, administrativa o patrimonial que corresponda. Oportunidades no nos van a faltar.


También conviene recordar el destacado papel que en algunas de las operaciones dudosas que van saliendo a la luz han desempeñado abogados, asesores, consultores y auditores internos y externos, algunos de firmas muy relevantes y prestigiosas, pero que querían tratar bien a sus clientes. Lamentablemente, los clientes no eran los madrileños que acabamos pagando sus honorarios, sino los directivos que decidían contratarles. Convendría empezar a reflexionar sobre el conflicto de intereses que surge cuando quien nombra o contrata los servicios de asesores especializados busca un beneficio particular en detrimento de los intereses de la entidad o institución pública que gestiona. Un problema clásico de gobierno corporativo bien conocido en el ámbito privado, pero que conviene plantearse urgentemente en relación con las empresas públicas.


Quizá la mayor lección a extraer de esta historia es la del desprecio por nuestras instituciones que ha demostrado hasta su entrada en prisión quien tantos cargos institucionales ha ostentado. Efectivamente, Ignacio González quiso seguir controlando el Canal de Isabel II cuando ya era presidente de la Comunidad de Madrid, quiso presentarse como candidato autonómico a las últimas elecciones autonómicas, quiso presidir Caja Madrid, quiso elegir al fiscal anticorrupción. Todo eso sabiendo lo que podía suceder, y que, finalmente, ha sucedido gracias al esfuerzo de unos cuantos profesionales: jueces, fiscales, miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y otros muchos funcionarios que han conservado la suficiente dignidad y decencia para hacer bien su trabajo pese a todas las presiones. Lo que demuestra que el desprecio de González no estaba justificado y que tenemos servidores públicos decididos a evitar el hundimiento institucional y moral de nuestra democracia.


Elisa de la Nuez es abogada del Estado y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.


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