¿Sociedad corrupta o sociedad corrompida?
- Los continuos casos de corrupción vividos en España, de los cuales tenemos estos días otro episodio lamentable, serían de más difícil realización si el marco jurídico autonómico no se hubiera convertido en una proliferación de empresas públicas”
- “El lamentable funcionamiento de la Administración de Justicia en España es otro elemento que no coadyuva en la lucha contra la corrupción”
- “No hay pues una sociedad corrupta, sino hombres dispuestos a corromperse”
TRIBUNA
'Operación Lezo': el final de la escapada.
¿En Andalucía, un secreto a voces....y no pasa "na de na"?
Suelen decir nuestros expertos que
en España no puede hablarse de corrupción sistémica porque, básicamente, los
funcionarios y altos cargos no perciben sobornos a cambio de la prestación de
servicios públicos, como la educación, la sanidad o la seguridad, a diferencia
de lo que ocurre en otros países donde entregar un sobre a un médico o un
profesor -y no digamos ya a un policía- facilita bastante las cosas. Pero
también admiten que la corrupción política está profundamente enraizada en nuestras
Administraciones Públicas e instituciones en sus tres niveles: estatal, autonómico y local.
Es una corrupción conectada con la financiación irregular de los partidos y con el clientelismo que caracteriza nuestra vida política y en gran parte
económica, de manera que el reparto caciquil
de prebendas en forma de cargos
públicos, contratos y subvenciones a favor de los próximos -a veces
directamente de los familiares y amigos- se considera una forma aceptable de gobernar. Y lo que es peor, lo sigue siendo pese a todas las
declaraciones formales de repulsa, a las modificaciones normativas para
combatirla y a la indignación social generada por el descubrimiento de que esta manera de gestionar implica el despilfarrado
sistemático del dinero público y favorece el enriquecimiento
personal de una serie de políticos y empresarios muy relevantes en España.
Personajes que, por lo que vamos viendo, hablan y actúan como una pandilla de gángsters.
¿En Andalucía, un secreto a voces....y no pasa "na de na"?
¿Sociedad corrupta o sociedad corrompida?
- Los continuos casos de corrupción vividos en España, de los cuales tenemos estos días otro episodio lamentable, serían de más difícil realización si el marco jurídico autonómico no se hubiera convertido en una proliferación de empresas públicas”
- “El lamentable funcionamiento de la Administración de Justicia en España es otro elemento que no coadyuva en la lucha contra la corrupción”
- “No hay pues una sociedad corrupta, sino hombres dispuestos a corromperse”
Que
el poder corrompe y que cuando es absoluto corrompe absolutamente, es algo tan
cierto como la experiencia demuestra.
No es casual que haya sido
en las autonomías donde más tiempo ha gobernado un determinado partido (Madrid, Andalucía, Cataluña,
Valencia...) donde la máxima del primer Barón de Acton
se ha cumplido de forma más palmaria.
Cuando el poder se mantiene
demasiado tiempo una sensación de impunidad embriaga a quienes lo ostentan, los cuales, en mayor o menor grado, son
reacios a vencer la tentación de utilizar sus cargos públicos para el favor de
los suyos o para su enriquecimiento a costa del interés público.
No
cabe duda de que la corrupción tiene su raíz primaria en la propia condición humana
y en la escala de valores que cada individuo ha asumido como norte de su
existencia. Pero también hay que reconocer que el orden
institucional, la estructura organizativa y los principios y valores con que
una sociedad es educada, dificultarán o facilitarán -según sean sus parámetros éticos- la
propagación de la corrupción en el entramado social.
Los continuos casos de corrupción
vividos en España, de los cuales tenemos estos días otro
episodio lamentable, serían
de más difícil realización si el marco jurídico autonómico no se hubiera
convertido en una proliferación de empresas públicas, a las que se les aleja del rigor del derecho
administrativo, para convertirlas en chiringuitos gestionados alegremente por
conmilitones que terminan cargando a los presupuestos públicos sus enormes y
permanentes deudas, sin que nadie exija
responsabilidades por su mala administración, incluso cuando solo se utilizan
como tapadera de inversiones fraudulentas, cobro de comisiones y
enriquecimiento personal.
Que
la corrupción anida en el individuo dispuesto a prostituirse es tan cierto como
que un Estado donde se dijo hace tiempo que la división de
poderes no existía, porque habían
enterrado a Montesquieu, se convierte en el primer y
potencial cómplice del "choriceo" de los corruptos. Un
Estado fuerte tiene contrapesos institucionales que hacen muy difícil la labor
de quienes mercadean con los intereses generales.
Un país sin auténtica
división de poderes es una invitación al saqueo y la corrupción.
El lamentable
funcionamiento de la Administración de Justicia en España es
otro elemento que no coadyuva en la lucha contra la corrupción. Por principio, debido a la enorme
lentitud de la misma, que hace cierto el aserto popular de que una justicia
lenta no es justicia. Ello se agrava con un doble aspecto: de una parte, la
falta de garantías en la instrucción de los sumarios, cuyo carácter
"secreto" es una burla a la inteligencia. Y de otra, las dichosas puertas giratorias emprendidas
por jueces y fiscales que han generalizado la sensación de que los encargados
de impartir justicia forman parte también de la lucha partidaria, lo cual es el descrédito y la
muerte de una Justicia objetiva.
Por
último, unos medios de información alineados sin tapujos
en distintos sectores políticos terminan dando la puntilla a la credibilidad de
las instituciones,
pues en connivencia o no con las oficinas judiciales y las fuentes policiales,
hacen de la filtraciones sumariales y de los chivatazos de quienes tramitan o
investigan los procesos una pelea de "holligans" forofos de una u
otra fuerza política, que convierten la escena pública en un auténtico
"patio de vecinos". No
interesa la verdad,
sino que "los de mi equipo" ganen el partido y destruyan al
adversario, para lo cual el medio hace de portavoz.
No hay pues una sociedad corrupta,
sino hombres dispuestos a corromperse. Y si el número de estos crece exponencialmente
podremos hablar de una sociedad corrompida por mor de unas instituciones que no han cumplido con la
función que les corresponde. Los escandalosos sucesos que protagonizan miembros de una
clase política, incluso los que forman parte de una trama que denuncia
públicamente a la otra trama, solo están contribuyendo a que la ciudadanía pierda la confianza en todos ellos, hasta el extremo de
acudir a la próxima consulta electoral con la nariz tapada y buceando para
escudriñar quien hará menos daño a la prosperidad del país.
Mientras
tanto habrá que reclamar lo que en España lleva tiempo de haberse
olvidado: el valor del esfuerzo, porque
aquí, por desgracia, ni
éste ni la responsabilidad gozan de buena salud. Con el timo de la igualación que propugnan
"podemitas" y otros similares, típico de "pijo-progres" mal
criados, se pretende que el Estado nos blinde de todos los beneficios,
hayámonos esforzado o no. Incluso a quienes se apliquen y esfuercen
reuniendo un cierto patrimonio se proponen brearlo a impuestos.
Así
las cosas, sin estímulos
de mejora basada en la preparación y el esfuerzo, ¿quién costeará el invento?
Esa ha sido la filosofía bolivariana
que ha arruinado a un país inmensamente rico como Venezuela, donde
se encarcela a quienes no piensan como los gobernantes, mientras aquí son
miembros del partido del Gobierno los que están sufriendo el rigor de la
Justicia, a veces, como ocurre ahora, gracias a denuncias de instituciones
regidas por los propios compañeros de partido. Al menos todavía nos queda un
mínimo de confianza en el Estado de Derecho, porque sin él,
como ocurre donde gobiernan los amigos de Iglesias y los suyos, la intolerancia dictatorial es el eje de la vida pública.
Para
evitar que la mancha de la corrupción salpique al conjunto de la sociedad hay
que exigir limpieza y respeto a todos los actores que
gestionan el interés público.
La regeneración no pasa por
la protesta y la acusación gratuita, sino por
la aplicación de medidas severas a quienes no merezcan el reconocimiento
ciudadano, que casi siempre serán
personas individuales. Y quizá nos hayamos equivocado en los sistemas de
selección de nuestros dirigentes, dada la deficiente catadura de gran parte de
los seleccionados. Como decía un viejo amigo, "España no podía llegar a menos ni ellos a más".
¡Y sálvese quién pueda!
TRIBUNA
'Operación Lezo': el final de la escapada
Suelen decir nuestros expertos que
en España no puede hablarse de corrupción sistémica porque, básicamente, los
funcionarios y altos cargos no perciben sobornos a cambio de la prestación de
servicios públicos, como la educación, la sanidad o la seguridad, a diferencia
de lo que ocurre en otros países donde entregar un sobre a un médico o un
profesor -y no digamos ya a un policía- facilita bastante las cosas. Pero
también admiten que la corrupción política está profundamente enraizada en nuestras
Administraciones Públicas e instituciones en sus tres niveles: estatal, autonómico y local.
Es una corrupción conectada con la financiación irregular de los partidos y con el clientelismo que caracteriza nuestra vida política y en gran parte
económica, de manera que el reparto caciquil
de prebendas en forma de cargos
públicos, contratos y subvenciones a favor de los próximos -a veces
directamente de los familiares y amigos- se considera una forma aceptable de gobernar. Y lo que es peor, lo sigue siendo pese a todas las
declaraciones formales de repulsa, a las modificaciones normativas para
combatirla y a la indignación social generada por el descubrimiento de que esta manera de gestionar implica el despilfarrado
sistemático del dinero público y favorece el enriquecimiento
personal de una serie de políticos y empresarios muy relevantes en España.
Personajes que, por lo que vamos viendo, hablan y actúan como una pandilla de gángsters.
La
razón es sencilla: es muy difícil que
personas que sólo saben gobernar de una manera entiendan que su tiempo político
ya se ha acabado, por mucho que todavía consigan ganar
elecciones y no se hayan enriquecido directamente con una corrupción que han
tolerado o ignorado como un mal menor a cambio de conseguir (o comprar, porque
la línea es bastante fina) apoyos, lealtades, votos y lo que hiciera falta para
alcanzar y mantenerse en el poder. Esperanza Aguirre ha necesitado tener a su delfín encarcelado
sin fianza para captar por fin el mensaje. Y es que, como decía Orwell, ver lo
que está delante de nuestros ojos requiere un esfuerzo constante.
Porque seamos claros: las andanzas
de Ignacio González, ex presidente de la Comunidad de Madrid por la gracia del
dedo de la lideresa, eran perfectamente conocidas por una parte
muy importante de la sociedad madrileña. Es más, incluso para los muy crédulos
o los muy sectarios -que suelen ser los mismos- los indicios estaban ahí para
cualquiera que quisiera verlos. Las sospechas
nacían de un tren de vida personal y familiar difícilmente compatible con la percepción
durante muchos años de un sueldo público, de la obsesión por la seguridad y el control, del
mantenimiento de una corte de fieles incondicionales (colocados siempre
estratégicamente en cargos institucionales, empresas públicas y en entidades
supuestamente privadas como CEIM, pero capturadas a base de dinero público) de
las relaciones con medios de comunicación poco escrupulosos y, por supuesto, de
la necesidad de controlar a los jueces y fiscales que podían investigarle y
encarcelarle.
En ese sentido, quizá el último
favor que Ignacio González ha hecho a la democracia española, si podemos
llamarlo así, ha sido poner de relieve la importancia de la independencia y la
imparcialidad del fiscal anticorrupción y del fiscal general del Estado -cuya
situación, por cierto, sería insostenible en un país serio-, así como la
imposibilidad de encomendar en este momento la instrucción de los delitos a los
fiscales por muchas razones técnicas que pueden invocarse sin acometer primero
una reforma a fondo del Estatuto del Ministerio Fiscal que garantice que se
investigan todos los delitos, incluidos los que puedan resultar incómodos para
el Gobierno de turno.
Efectivamente, lo que nos demuestra
insistentemente la realidad es que, en una democracia de baja calidad, los
jueces (sobre todo los jueces de base) son los únicos que pueden acabar con una
organización de tintes mafiosos tejida durante años y años al amparo del poder, en este
caso el del PP de las mayorías absolutas en la
Comunidad de Madrid. Algo similar ha sucedido con la antigua CDC en Cataluña y
su famoso 3% o con el PSOE de los ERE en Andalucía. Afortunadamente los jueces han respondido a la
necesidad de actuar como lo que son: la última trinchera del Estado de Derecho.
Una trinchera en la que por fin se ha estrellado la impunidad de la que parecía
disfrutar el ex presidente González, y de la que dan testimonio no sólo sus
conversaciones privadas sino también lo burdo de algunas de las operaciones de
saqueo que van siendo conocidas, al menos desde un punto de vista jurídico y
económico. Porque, por lo que se sabe, podemos decir que no estamos ante
métodos particularmente sofisticados para inflar contratos y cobrar comisiones.
Porque lo preocupante es que hablamos
de empresas públicas con muchos empleados y que cuentan, al menos sobre el papel, con profesionales
y asesores internos y externos para detectar operaciones internacionales
rocambolescas y ruinosas como la compra en 2013 por parte del Canal de Isabel II
(una empresa pública que se dedica, según su propia web,
"a gestionar el ciclo del agua en la Comunidad de Madrid") del 75% de
una sociedad brasileña, Emissao Engenharia e Construcoes SA Ltda, pagando una
cantidad desmesurada a través de una firma instrumental y depositando parte del
dinero en una cuenta en la sucursal suiza del Royal Bank of Canada. ¿Cómo es
posible que se puedan realizar este tipo de operaciones tan alejadas, por lo
demás, del objeto social de una empresa pública sin que salten todas las
alarmas?
Pues, sencillamente, porque en la cúpula directiva de estas empresas
falta capacidad profesional y criterio, y sobra politización y enchufismo.
Pero también
porque falla algo
más importante dentro de estas entidades: la ética y la responsabilidad de
quienes sí tienen esa capacidad profesional y ese criterio. Es relativamente fácil
convencer a alguien sin experiencia previa, sin formación adecuada y sin
criterio profesional alguno, de la bondad de prácticamente cualquier proyecto
que tenga las bendiciones de los que mandan pero hace falta también -y esto es
muy importante- que el proyecto, por absurdo que sea, aparezca adecuadamente
presentado y que cuente con los debidos avales técnicos y jurídicos. Por eso
todos los altos cargos investigados o acusados lo primero que alegan es que las
operaciones sospechosas habían pasado todos los controles, lo que en muchos
casos hasta puede ser cierto. Pero eso sólo quiere decir que los controles no eran los adecuados, no que las operaciones no
sean disparatadas en el mejor de los casos y fraudulentas, en el peor. Y, sobre
todo, el que finalmente se
pueda eludir la responsabilidad penal no quiere decir que no haya que asumir
ninguna responsabilidad por los daños ocasionados al erario público por una gestión negligente o
incompetente. Hay que insistir en esta idea:
necesitamos gestores responsables y para eso nada mejor que exigirles
efectivamente la responsabilidad política, administrativa o patrimonial que
corresponda. Oportunidades no nos van a faltar.
También conviene recordar el
destacado papel que en algunas de las operaciones dudosas que van saliendo a la
luz han desempeñado abogados, asesores, consultores y auditores internos y
externos, algunos de firmas muy relevantes y prestigiosas, pero que querían
tratar bien a sus clientes. Lamentablemente, los clientes no eran los
madrileños que acabamos pagando sus honorarios, sino los directivos que
decidían contratarles. Convendría empezar a reflexionar sobre el conflicto de intereses que surge cuando quien nombra o contrata los servicios de
asesores especializados busca un beneficio particular en detrimento de los
intereses de la entidad o institución pública que gestiona. Un problema clásico
de gobierno corporativo bien conocido en el ámbito privado, pero que conviene
plantearse urgentemente en relación con las empresas públicas.
Quizá la mayor lección a extraer de
esta historia es la del desprecio por nuestras instituciones que ha demostrado
hasta su entrada en prisión quien tantos cargos institucionales ha ostentado.
Efectivamente, Ignacio González quiso seguir controlando el Canal de Isabel II
cuando ya era presidente de la Comunidad de Madrid, quiso presentarse como
candidato autonómico a las últimas elecciones autonómicas, quiso presidir Caja
Madrid, quiso elegir al fiscal anticorrupción. Todo eso sabiendo lo que podía
suceder, y que, finalmente, ha sucedido gracias al esfuerzo de unos cuantos
profesionales: jueces,
fiscales, miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y otros
muchos funcionarios que han conservado la suficiente dignidad y decencia para hacer bien su trabajo pese a todas
las presiones. Lo que demuestra que el desprecio de
González no estaba justificado y que tenemos servidores públicos decididos a evitar el
hundimiento institucional y moral de nuestra democracia.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.
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